Eran las once y media de la noche y los gritos de “sí, se puede” en la calle Ferraz le daban la bienvenida a la rueda de prensa de Unidas Podemos a través de una pantalla. La escena tenía su carga simbólica. E incluso histórica. Poco tiempo atrás, aquellas mismas caras que aplaudían anoche los simpatizantes socialistas eran caras antipáticas, las de la amenaza para la hegemonía de su partido. En la sede de Podemos, como si escucharan los aplausos de Ferraz, la cúpula morada aparecía sonriente, como si haberse dejado atrás 29 escaños (el 40% de los que tenían) no importase nada. Y es que no importaba nada. Lo de ayer no era un pulso entre partidos de la izquierda, sino una lucha contra un futuro oscuro. Y la lucha se había ganado. Horas antes, el país se llenaba de votos para frenar la llegada de la ultraderecha y de los partidos de la crispación que iban de su mano. En un solo día la forma de hacer política que había provocado incendios durante meses había sido derrotada. A esas horas de la noche, Casado, Rivera y Abascal ya tenían datos oficiales del fracaso de sus planteamientos: con el escrutinio al 90% se confirmaba que una mayoría de españoles eran antiespañoles.
Si la política es un juego maquiavélico para lograr poder, millones de ciudadanos fueron ayer a votar contra la extrema derecha ignorando ese juego. Yo voy a votar Podemos, así que mi hermana va a votar PSOE para repartir un poco, me contaba un amigo la estrategia familiar trazada en su casa. “El domingo ve a votar”, era el lema más repetido desde hacía semanas en muros de Facebook y cuentas de Twitter en los que el verbo votar casi nunca llevaba apellidos concretos. Qué más daba. Votar en masa era el único libro de instrucciones válido para que la política ultra se convirtiese en minoritaria. Las instrucciones funcionaron y nadie, ni las familias que repartieron el voto al tuntún ni los muros de Facebook, han hecho hoy lecturas partidistas del mérito de ayer. Básicamente porque no hay mérito partidista cuando la gente vota por supervivencia.
Tras el sí se puede, y con el triunfador Pedro Sánchez ya sobre el escenario, llegó un nuevo grito de los congregados en Ferraz: “Con Rivera no”. Aparecían así los primeros ejemplares conocidos de militantes que no se fían del candidato al que acaban de votar. Y hacían bien. En política es costumbre que, tras unas elecciones, los ganadores abusen de una frase metafórica que dice que “el pueblo ha hablado y ahora nos toca interpretar lo que ha dicho”. Ayer, a Pedro Sánchez, le ahorraron el trabajo de tener que interpretar nada. Lo que le dijeron lo escuchó en primera fila, alto, claro y sin metáforas: sí, se puede, pero no se puede con quien iba de la mano de los ultras contra los que hemos votado. Tras recibir el mensaje, Pedro Sánchez sonrió, dijo un par de frases hechas de esas que le dan a uno barniz presidencial y se dio media vuelta, llevándose al colchón de La Moncloa un pitido en los oídos que le retumbó toda la noche “con Rivera no”.
El domingo la gente no sólo cumplió con su obligación, sino que dio una lección: cuando las cosas se ponen feas, como en Fuenteovejuna, todos a una, sin importar siglas. Con el trance salvado les toca a los políticos. Tras el sí claro a una hegemonía progresista sin apellidos, esta mañana desayunamos con la vicepresidenta socialista Carmen Calvo queriendo ponérselos, echándole al café trazas de un juego maquiavélico del que nos habíamos olvidado por el entusiasmo. El PSOE, según ella, tiene la intención de gobernar en solitario, sin la participación de Podemos ni de ninguna otra fuerza de izquierdas. Para hacerlo, eso sí, necesita el apoyo del resto de fuerzas a las que, a cambio, les ofrece que la ultraderecha no gobierne. Es decir, las negociaciones comienzan con la vicepresidenta proponiendo un gobierno basado en un chantaje. Pocas horas para andar ya abusando de la confianza de los votantes que fueron capaces de salvar una situación que era complicada.
El Gobierno no le pertenece al PSOE porque no le pertenecen los votos instrumentales que sirvieron para frenar a los ultras. Con la derecha en shock y con cuatro años de posibilidades a estrenar, ni quienes gritaban en Ferraz ni quienes estaban en casa, votaran lo que votaran, entenderán que se dedique un solo minuto a la estrategia partidista en vez de a sumar fuerzas y remangarse para mejorar las cosas desde ya. Costará mucho encontrar otra posibilidad como esta para mejorar la vida de la mayoría. Si la desperdician por cálculos partidistas, por presiones o por miedos, quienes dieron ayer la cara nunca se lo perdonarían.
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